domingo, 3 de julio de 2016

Fin de ciclo


Y como todo tiene un final ha llegado también para este blog que durante tanto tiempo ha sido un escaparate perfecto para mis textos. Sí, de ahora en más pueden leer mis textos en la nueva casa:


Todo tiene un fin pero también es bonito un "comenzar nuevamente"...

Los espero por la "nueva casa"

Saludos.


Miguel Luis Aguilera

lunes, 27 de junio de 2016

Sutura




Yo me reía. Ella se reía. Por dentro ninguno de los dos nos reíamos. Así de plagada está la vida de incongruencias. Manifestábamos ser sinceros, mirarnos directamente a los ojos, sostenernos la mirada, pero todo era un vil acto de hipocresía, ni más ni menos. En el fondo ambos sabíamos que todo estaba roto.
Comenzó a romperse hacía tiempo, sin darnos cuenta, tal como sucede casi siempre. Ella en su mundo, con sus amistades, con su trabajo, sus ausencias, y todo eso que produce un ovillo inmanejable con el tiempo. Yo con lo mío. Lo mismo o más que ella. Así sucedió. De repente un día nos encontramos sentados en un banco del parque observando a todo el mundo deambular y disfrutar del día sin siquiera dirigirnos la palabra. Nos miramos y en ese cruce de miradas hablamos. Nos dijimos tímida y mordazmente todo lo que necesitábamos decirnos. Había cerca un fin, y ambos caminábamos hacia él tan tranquilamente como ganado condenado a la muerte.
Mientras los niños nos pasaban rasantes con sus bicicletas y algún que otro transeúnte nos echaba el ojo, nuestro mundo comenzaba a cerrarse como si se tratase de un portal mágico, uno que había ya perdido por completo su magia.
En la agonía de ese día volvimos caminando en silencio al departamento que compartíamos desde hacía años. Es increíble percibir cómo el tiempo horada las vidas… ¿influimos también nosotros? Nos echábamos cada tanto una mirada de soslayo y nos percatábamos que estábamos uno al lado del otro. Necesitábamos de ese chequeo visual para simular la pérdida de aquella sensación maravillosa que en los primeros tiempos nos hacía más perceptibles y receptivos. Sin quererlo habíamos quedado huérfanos de aquello, y ahora, en la deriva sentimental, ambos nos asemejábamos a dos náufragos a punto de sucumbir ante la inconmensurabilidad de un vasto océano que todo lo envolvía.
Ese día fue el verdadero punto de inflexión. Esa noche el divorcio silencioso, el trago amargo, el despertar del fin. Simplemente estábamos allí, en ese departamento frío y amoblado, evitándonos, tratando de no enfrentar ni siquiera nuestras miradas. Ella aún llevaba puestos sus anteojos de sol sobre su cabeza. Ordenaba su ropa, sus zapatos, perfumes, libros, de una manera estructurada y eficaz. La conocía demasiado bien, lo hacía para evitar pensar. Sé que en el fondo eso la mantenía ocupada, y con ello había logrado colocar una valla entre su corazón y el resto de su existencia para que nadie pudiera saltarla y dañarla aún más.
Colocó todo en cajas, luego las ordenó en el living y las rotuló a conciencia: “ropa”, “zapatos”, “libros”, “varios”, etc, etc, etc… Ahí estaba parte de mi vida, entre sus cosas. Cada objeto se llevaba impreso parte de mí y de los años que habíamos compartido juntos. El tiempo tiene ese poder impregnante, como si se tratase de un olor persistente que se pega a tu piel o ropa y no puedes desprenderte fácilmente de él. Cuando hubo embalado lo último de sus pertenencias ya se oía el eco de la inminente soledad chocar entre las paredes.
A la mañana siguiente, tras un par de llamados, un camión de mudanzas estacionó frente al edificio y en casi un abrir y cerrar de ojos cargaron parte de su vida y la mía. Muy fácil —dije interiormente—, y contemplé por última vez la tristeza en sus pupilas. Luego vino el abrazo, el “cuídate”, el “lo siento”, y también el “estaremos bien”. Palabras y más palabras. Una detrás de la otra intentando colocar un apósito a las heridas sangrantes y dolientes de dos humanos que habían dejado de entenderse, y ahora se desconocían.
El camión partió y se perdió entre las decenas de vehículos que transitaban la calle y el bullicio de la mañana. Ella hizo lo mismo, sólo que, a pasos cortos, cabizbaja y observando el suelo. Logró perderse entre la multitud y finalmente salir de mi vida. Inmediatamente tomé un abrigo y salí del departamento. No quería estar allí. Me sentía asfixiado. Parecía que también se había llevado consigo el oxígeno. Caminé un buen rato sin pensar en nada, tan solo sintiendo el dolor recorriendo cada célula de mi cuerpo. Por momentos tenía la imperiosa necesidad de querer saberlo todo, del porqué aquel abismo se había dado cita entre nosotros. Nunca hallé indicios. Siempre ha quedado flotando esa incógnita escurridiza e implacable que por momentos se torna tan vívida que se hace insoportable.
Los días pasaron, los meses le siguieron y aquel departamento tan luminoso se volvió sombrío e inhabitable. Pasaba por él como un alma en pena. Sólo regresaba a dormir, y por las mañanas huía lo más rápido posible. Todo se había tornado demasiado impersonal. El amor que mantenía la lumbre encendida del hogar ya no se percibía, se había esfumado, y el tiempo se encargó por completo de suturar las heridas encerrando dentro de ellas nuestras propias historias.

viernes, 27 de mayo de 2016

Sonidos claros




Simplemente se trataba de escuchar el sonido del contrabajo. Nada más simple y menos complejo que eso. Claro y limpio sonido que se arrastraba por todos los objetos que encontraba a su paso… inclusive sobre ella y sobre mí. Alguien me había dicho que era un sonido que dejaba huella, ¡y sí que lo era! Ese día habíamos retornado de una placentera caminata por calles solitarias. Caminamos con displicencia, charlando de a ratos, observando balcones y marquesinas, cielos y rostros desconocidos. Caminatas impactantes, así me gusta llamarlas. Volvimos después de un par de horas al hotel y fue ahí que escuchamos los sonidos claros e inequívocos del contrabajo. A ellos se les sumó el de un piano. Todo parecía flotar a nuestro alrededor. Un cúmulo de sensaciones desplazándose entre todos los presentes. Poesía de la vida misma…

Ella aplaudía a rabiar. Batía sus manos frenéticamente agradeciendo aquellos sonidos que nos indicaban que estábamos vivos, que disfrutábamos de la vida como unos verdaderos privilegiados. Cada tanto se volteaba y me observaba con sus ojos brillantes como las noches de luna llena y una sonrisa a flor de labios. Verdadera música para mi angustiado corazón. Aplaudía porque lo sentía desde lo más recóndito de sus entrañas. Le encantaba expresar su amor por el arte, y esa música era arte sin lugar a dudas.

Después comenzó a taparse los ojos y dejar sólo visible su sonrisa. Entendí que era su conexión, un medio único e ininteligible para conectarse ella misma con la música que lo invadía todo. Me sentí un espectador con privilegios. Si bien era parte de su mundo comprendía que mi actuación era de reparto.

Después de largo rato se quitó las manos de los ojos y suspiró profundamente. Fue un suspiro puro y profundo, como esos suspiros que son la moraleja clara e inequívoca de haber vivido un momento impactante.

Tras despedirnos no pude quitar su imagen de mi mente. La pensaba a cada instante y a su vez los acordes del contrabajo retumbaban en mi cabeza. Había demasiadas notas mezcladas en mi cabeza, y todas confluían en una melodía única que parecía arrancarme el corazón. Sentía esa sensación rayana a lo estúpido de cuando se está enamorado, pero la negaba con todas mis fuerzas sin éxito. Entonces en la soledad del departamento, con los auriculares puestos en mis oídos, dejé que música celestial fluyera libre y tranquila a través de mi cabeza. Necesitaba seguir conectado. Era la única manera de no morir silenciosamente de amor…

sábado, 7 de mayo de 2016

Liviandad

Difícilmente el señor M podría explicarle lo sucedido a la policía. En medio de sus gesticulaciones y su verborragia totalmente inexpresiva terminó dando una versión totalmente errónea de los hechos, tan torpe que terminó perjudicándolo.
El policía que estaba a cargo de la investigación lo observaba con cierto aire detallista. Lo hizo durante un buen tiempo sin pronunciar palabra. El señor M seguía en su embrollo, intentando explicar algo que no tenía pies ni cabeza. “Pobre hombre”, dijo el oficial para sí. Fue un pensamiento genuino y espontáneo. Aquel hombre nervioso, sudado y visiblemente alterado no tenía forma de desprenderse de los hechos que lo imputaban.
—Estimado señor —dijo el oficial de policía al señor M—, por más que intente aclarar los hechos salta a la vista que usted es el culpable…
—¿Acaso no puedo intentar al menos defenderme aclarando los hechos desde mi punto de vista? —dijo M.
—Lo ha intentado desde hace un largo rato… sin embargo cada vez que abre la boca su culpabilidad es más evidente. Le ruego calle. Por su bien se lo digo…
Entonces el señor M calló. Bajó su mirada e inmediatamente su interior se derrumbó como lo hiciera una gran torre al ceder sus cimientos. El oficial de policía le colocó las esposas, le leyó sus derechos y terminó por mirarlo fijamente a los ojos.
—La verdad —dijo el oficial de policía—, que este hecho tan sangriento es algo totalmente aberrante. Dios se apiade de su alma, señor…
M seguía en silencio.
—Verá usted, si cuenta toda la verdad en el Cuartel de Policía, ¡absolutamente toda!, entonces puede que su pena sea leve… de lo contrario pasará mucho tiempo tras las rejas. Lo siento. Usted me ha parecido un buen hombre apenas lo he conocido, pero este acto tan sangriento habla totalmente lo opuesto.
Entonces M miró al joven policía.
­—La amaba… le juro que la amaba, oficial…
Los ojos del oficial se cargaron rápidamente de lágrimas. Pudo apenas contenerlas por unos segundos y luego rodaron por sus mejillas. Por un instante pensó en el dolor del asesino, en ese instante ciego que se oculta tras la mente primitiva, y decidió perdonarlo en su fuero íntimo. Un manto de piedad. Un perdón invisible, quedo.

Finalmente lo condujo a paso cansino hacia el patrullero. Agachó la cabeza de M y lo acomodó en el asiento trasero. Volteó hacia el lugar de los hechos y vio un silencio insistentemente voraz y profundo. La noche caía con un manto de humedad que lentamente lo iba cubriendo todo. El cadáver de la amante de M era fotografiado por personal de la jefatura, sus compañeros hablaban por radio y otros examinaban los alrededores, las luces de los patrulleros teñían los alrededores de un melancólico tinte rojizo y azul. Allí no quedaba más nada. De todas las almas una se había desvanecido, y tan solo Dios sabía dónde. El culpable seguía con la suya, pero ahora cargada de un peso imposible de quitar…

lunes, 4 de abril de 2016

Burbujas sobre el agua




Siempre odié los talleres literarios. Fue un odio que se acrecentó poco a poco, alimentado por ver algo aquí, escuchar algo allá, y concluir que el escritor, si bien puede pulirse, nunca aprenderá a ser mejor escritor porque alguien quiera enseñárselo. Esta forma de pensar (muy mía), testaruda para muchos, criticadísima para otros, ha sido a lo largo de los años siempre respaldada desde una pequeña lumbre en el fondo de mis abominables cavernas interiores. Nada alteraba ese pensamiento, esa conclusión tan aferrada a mí. Supe discutir, en varias ocasiones, con distintos personajes: profesores de literatura, acérrimos lectores, bibliotecarios, vendedores de libros, y por supuesto, integrantes de distintos grupos literarios reales y virtuales. Pero nada cambiaba mi opinión, nadie tenía la suficiente diatriba para hacer tambalear mis pensamientos al respecto… nadie…

Decidido siempre en mi pensamiento echaba por tierra cualquier invitación a pertenecer a un grupo literario cualquiera. Al principio mis negativas iban acompañadas de buenos modales, sonrisas y miradas francas; pero con el pasar del tiempo, cuando alguien se encaramaba y me declaraba la guerra con sus pensamientos anclados, entonces olvidaba por completo la línea, y de modo belicoso iniciaba una contienda, que se transformaba en lucha, luego en guerra y finalmente en devastación atómica.

Casi no tengo recuerdos de esos feos momentos. Supongo que los he borrado inconscientemente. Así, como muchos herejes quemaron libros en piras, yo quemé y convertí en cenizas aquellas discusiones de las cuales no me enorgullezco. 

A medida que crecí, el significado de “talleres literarios” fue alejándose de mí y yo de él. Tan solo me limité a leer, y leer, y seguir leyendo. Por 1985 me hice habitué de varias librerías céntricas. Poco a poco en aquella época se adoptaba el modo de venta supermercadista en los libros: enormes áreas cubiertas, góndolas, estibas, grandes carteles anunciando ofertas, y millones de libros al alcance de la mano del lector-cliente. Se iba desdibujando lentamente aquella idea de librería atendida por un viejo librero calvo o de barba larga, y poco a poco el capitalismo comenzaba a ganar terreno metiéndose con la literatura.

Una de esas librerías a las cuales me hice habitué fue “Jardín Colorido”. Estaba ubicada en una esquina, intersección de dos importantes calles de la capital, y pertenecía a tres hermanos judíos, los cuales rara vez se dejaban ver por el local. Me gustaba su ambiente: luminoso, espacioso, claro, perfumado y con una raya de volumen de música clásica sonando de fondo. En los amplios sectores de lectura que se ofrecían uno podía pasarse horas enteras inmerso en lecturas de libros de toda índole, inclusive en idiomas extranjeros. Me pasaba allí casi todo el día. Salía de madrugada de casa, trabajaba, y tras salir de la fábrica enfilaba hacia “Jardín Colorido”. Allí conocí a Cortázar, a Nietzsche, a Faulkner, a Horacio Quiroga y muchos más. Sumido en grandiosas lecturas jamás me percataba del paso del tiempo. Más de una vez alguno de los empleados debía de avisarme que él ya se retiraba, que la librería había cerrado y que con gusto yo podría retomar mi lectura al día siguiente.

Devoré muchísimos libros en aquel entonces, y así también dejé de escribir. Ya no acaparaba mi atención la escritura. Solo sentía un ansia poderosa y desesperante de lectura. 

Un día, a finales de 1987, mientras me mantenía sumergido en la lectura de un libro de García Márquez, un anciano se sentó a mi lado a leer. Traía consigo unos cuantos libros, de diversos autores. Agarraba un libro, lo abría en cualquier página al azar, y tomaba ciertas notas en un cuaderno. Así con cada libro. Aquella curiosa tarea terminó distrayéndome de mi lectura. Opté por cerrar el libro y concentrarme en la tarea del anciano. Repitió la operación con cada libro de la estiba: abrirlo en cualquier página, anotar “no sé qué” en el cuaderno y seguir con el siguiente. Todo aquello demoró no más de hora y media. Tras cerrar el último libro tomó la estiba, la colocó en el carrito y devolvió cada libro a su correspondiente estante. Yo veía cómo el anciano caminaba entre las góndolas rebuscando el lugar exacto al cual pertenecía cada libro. Paseaba el carro con cierto andar cansino, apoyándose sobre la barra trasera del mismo. Cuando hubo colocado el último libro en el lugar exacto, dejó el carro y volvió hacia el área de lectura. Entonces me habló:

— Dígame joven, ¿le he incomodado?

Observé al anciano y puse mi mejor cara de sorpresa:

— No, en absoluto, ¿por qué habría de incomodarme, señor?
— Pues he percibido que usted observaba mis movimientos. Y tal vez, pensé por un instante, mi accionar lo distrajo de su lectura.

Cerré el libro e inmediatamente me sinceré con el anciano.

— Ha decir verdad algo de eso hay. Sí. No se lo negaré. Pero no ha sido nada grave, y en todo caso el culpable de tal distracción soy yo o el autor del libro que leo —dije sonriéndome.

El anciano me devolvió la sonrisa y a su vez tomó asiento a mi lado.

— Lo que pasa es que soy un estudiante —dijo él— y estaba realizando mi tarea.
— ¿Estudiante? —pregunté confundido.
— Sí. Verá. Participo en un grupo literario llamado “Burbujas sobre el agua” y una de las tareas para esta semana entrante era tomar al azar frases interesantes de cualquier libro. Así que se me ocurrió que podía hacerlo aquí ¡¿Qué mejor lugar?!, ¿no le parece, joven?

Asentí. 


El anciano en cuestión se llamaba Carlos (”Don Carlos” para mí, hasta siempre). Mientras mantuvimos aquella charla poco a poco confraternizamos y su carisma y personalidad fueron comprando tangiblemente mi beneplácito. Fue así, que un día de marzo de 1988 por primera vez en mi vida asistí a un taller literario. Tras varios intentos y ruegos por parte de Don Carlos accedí a participar en algunas de las reuniones. Yo, el joven que durante años había despotricado contra tales reuniones “buenas para nada”, ahora era partícipe de una. Y aunque parezca ridículo y risueño, las horas y días que pasé en aquel taller conforman hoy lo mejor de mis recuerdos. 

Allí conocí a muchos seres humanos que fueron y son aún hoy mis amigos. De esos amigos incondicionales. Marta fue una de ellas. Era quien impartía las reglas, las consignas y dirigía a “Burbujas sobre el agua”. Fue la primera en darme la bienvenida y en escuchar mi opinión sobre la literatura, la escritura y los talleres literarios. Recuerdo que mientras yo hablaba ella me miraba con su dulce mirada. Era imposible no sentirse cósmicamente atrapado en el candor de aquellos ojos sexagenarios. Marta amaba la literatura tanto como amaba su propia vida. Después de escucharme por más de media hora tan solo dijo unas pocas palabras: “serás un gran escritor”. Jamás olvidaré esas palabras, ni cómo sonaron haciendo eco dentro de mí, ni mucho menos con la dulzura con las que fueron pronunciadas por sus labios. La sinceridad tiene un poder inconmensurable cuando parte de labios carentes de hipocresía.

Después de aquel día de presentación Don Carlos y yo pasábamos a buscarnos mutuamente para ir al grupo. Jamás faltábamos a una reunión. Nos reuníamos los lunes, los miércoles y también los viernes. En verano lo hacíamos en casa de Marta, debajo de la parra, en el patio: nos sentábamos en derredor, y así pasábamos horas de lecturas, charlas, discusiones y ejercicios creativos, hasta que las estrellas nos sorprendían y cada uno salía disparado a su hogar. En invierno, lo hacíamos en casa de Inés, junto a la estufa a leña, desperdigados en el suelo, sobre almohadones, como si fuéramos niños inquietos jugando en el piso. En ninguna de las reuniones faltaba el mate. Cada día le tocaba cebar a alguien distinto. Nos turnábamos para ello. Siempre llegué a la conclusión que mientras estábamos reunidos el tiempo no avanzaba. Parecía detenido, eterno, y eso me encantaba. Poco a poco me había compenetrado con aquel grupo de personas amantes de la literatura. Habíamos llegado a tal punto de fusión que tan solo con mirarnos o escuchar el tono de voz tras la primera frase de lectura sabíamos cómo nos sentíamos y qué clase de día había sido para cada uno. Una hermandad silenciosa, unida por el compañerismo, el sentimiento único de las palabras y por sobre todo, del respeto.

“Burbujas sobre el agua” era perfecto. Compartíamos todo, inclusive momentos especiales de nuestras vidas: el nacimiento de una nueva nieta de Don Carlos, el casamiento de Alicia, la melancolía de la muerte del padre de Adolfo, y la fiesta de quince años de la hija de Marta. Todo se volcaba al grupo y todos nos sentíamos partícipes. Se había formado una profunda hermandad. Sin embargo, toda esa “conexión”, sufrió un verdadero cortocircuito y vuelco una noche de octubre de 1990, cuando sonó el teléfono en mi casa: Marta se había suicidado. Así lo decía Alicia por teléfono: escueta, casi inentendible por los sollozos. La palabra suicidio sonaba fuerte, extremadamente dura a mis oídos, y más sabiendo que el ser humano que había llevado a cabo dicho acto era Marta, nuestro líder, el alma máter de “Burbujas sobre el agua”.

Acudí a la policía y me interioricé de lo sucedido. Era demasiado penoso para ser soportable. Marta se había duchado, se había pintado las uñas, puesto su mejor vestido, sus sandalias preferidas, y con un cinturón se había colgado de la parra. Pero con la mala suerte de que la parra no aguantó su peso y se quebró, haciendo que Marta cayera de bruces al suelo y se rompiera su nariz, y fisurara su cráneo. Aun así, arrastrándose y dejando un gran charco de sangre tras de sí, volvió a colgarse, esta vez de un caño de gas que sobresalía del techo, y allí sí encontró la muerte. Mientras el oficial me contaba los pasos del suicidio pensé en la obstinación para matarse, en la decisión acérrima de Marta de quitarse la vida ¿Por qué Marta?, ¿por qué?… 

Nunca lo sabríamos. Marta había decidido marcharse sin decir nada, sin dejar una nota, sin un texto alusivo, sin una de sus poesías, sin ninguna pista que nos orientara y nos aliviara un poco el dolor. Después de su muerte, “Burbujas sobre el agua” lentamente comenzó a disolverse. Faltaba algo en el grupo y eso era irreemplazable. Nuestra alma máter había claudicado, y con ella se había llevado la esencia del grupo. 

Cierta tarde, a los pocos meses de la muerte de Marta, mientras estábamos reunidos en casa de Don Carlos, tuvimos un profundo diálogo entre todos los integrantes. Hablamos sobre ser o no ser, vida y muerte, inicio y fin. Cada tanto algún integrante sollozaba, a otros les caían lágrimas. Inclusive yo, que por más que quise mantenerme firme y no dejarme vencer por los sentimientos, arrojé un puñado de lágrimas a mis mejillas. Todos de algún modo extrañábamos a Marta. Con ella se había ido parte también de nuestro amor por aquel grupo y ese magneto que nos mantenía unidos incondicionalmente.

Comencé a ralear mis idas al grupo y me guarecía en los amplios sillones para lectura de “Jardín Colorido”. Me sometía a profundas lecturas con la pura intención de olvidarme paulatinamente de la muerte de Marta y de las reuniones grupales. Necesitaba escabullirme. Sin embargo, una de esas tardes en las cuales había desertado al grupo, sonó mi flamante teléfono celular. Era Don Carlos:

— Oye, escucha, hemos encontrado una tarea que Marta escribió para nosotros y nunca la vimos. Está fechada el día de su muerte, y está dirigida al grupo. Nos gustaría que te nos unieras así la llevamos a cabo.

No lo dudé un instante y salí disparado hacia el lugar de la reunión.

Al llegar vi que estaban todos. Nadie había querido estar ausente. Creo que todos teníamos la sensación de que Marta había planeado aquello. Tal vez era su modo de despedirse de nosotros, ¡¿y qué mejor forma de hacerlo que con las letras?! Tomamos asiento como lo hacíamos siempre, en círculo. La silla de Marta también estaba en su lugar, y sobre ella sus libros, su cuaderno y su birome. Alicia tomó el papel con la tarea escrita por Marta y leyó para todos en voz alta. Tras finalizar se produjo un profundo silencio. Al principio nadie se movió de sus asientos, ni siquiera miró a quien tenía a su lado. Supongo que todos estábamos invadidos por una profunda congoja. Alicia tomó asiento y se unió al silencio de los demás. Así permanecimos un buen rato, mascullando la tarea dejada por Marta, recordándola como persona, trayendo a nuestra mente memorias de un pasado inmediato en donde nuestra amiga nos deleitaba con sus enseñanzas y compartía sus alegrías. Debo decir que fue horrible, pero necesario también. Días después, cuando volvimos a encontrarnos con algunos de los presentes, coincidimos en que aquello fue una especie de duelo. Un duelo grupal.

La tarea consistía en imaginar palabras encerradas en burbujas, las cuales al explotar se liberaban y tras la liberación debían de servir de musas inspiradoras para textos que debíamos escribir. Sonaba cursi y fantástico a la vez. Todos aceptamos la consigna sin hacer siquiera una queja o consulta. Escribimos varios textos, poemas, relatos. Luego los fuimos leyendo. Leímos hasta entrada la madrugada mientras nos encontrábamos con las miradas tristes y bañadas por la fuerza del oleaje del pasado. Todos recordábamos en alguna frase a Marta. Después de aquel encuentro, de aquella última práctica grupal, el taller literario jamás volvió a reunirse.


Años después, ya cuando los integrantes del taller nos habíamos dispersado y no nos habíamos vuelto a ver, recordé aquella consigna cierto día en el cual me encontraba leyendo en una librería céntrica. Ya no pasaba las horas en “Jardín Colorido”, ahora lo hacía en pequeñas librerías que solían colocar un par de sillones de orejas y taburetes. Me había vuelto más huraño y más habitué de los lugares pequeños, con poca luz y paredes de libros hasta el techo. Esa sensación de aprisionamiento entre libros me brindaba protección. Al recordar la consigna también recordé cada rostro de mis amigos del taller. Me retrotraje en el tiempo y me parecía que todo estaba intacto, que faltaban pocas horas para ir al encuentro con ellos, que Marta llegaría con libros bajo el brazo y alguna anécdota de su vida. Sin embargo, enseguida todo aquello se volatilizó. Volví a caer en la tangible realidad. Aun así recordé las palabras que había elegido aquel día y había encerrado en las burbujas:

MAR - CIELO - CASTILLO - TIERRA - VIDA

Y con todas ellas fabriqué un extenso relato, en el cual un personaje llamado Marta, burlaba de mil formas la muerte, afianzándose a la vida, recorriendo la vastas tierras del norte, navegando bajo mares cubiertos de cielos límpidos, intentando, como si fuese una verdadera heroína, encontrar un  castillo perdido en la nada, en el cual se encontraba guardada la dosis justa de felicidad para vivir eternamente. 

Aquel relato había conmovido a mis amigos. Tras leerlo habían sollozado y llorado todos. Sin excepción. Inclusive yo. 

Aquellos ojos llorosos y rostros cargados de dolor quedaron aprisionados en mi memoria y en mi corazón. Conforman un recuerdo de mi vida perfecto, que sigue latente, movilizando todos mis sentidos cada vez que se presenta en mi mente. Pienso, hoy, siempre, que aún todos aquellos alumnos nos seguimos reuniendo con nuestra querida Marta, debajo de la parra, y escribimos y leemos hasta entrada la madrugada. Parimos textos, forjamos eslabones acerados de amistad, compartimos momentos de nuestras vidas que jamás olvidaremos. Y aunque cedo ante tal engaño a mi mente y miro hacia el costado, tengo la certeza que algún día nos volveremos a reunir todos otra vez. Volveremos a leer grupalmente, a escribir, a recitar, a soñar. Tal vez lo hagamos en un castillo, o en medio de una isla, o al borde de un acantilado, no lo sé. Pero ahí estaremos, junto a Marta, a la muerte, y a la vida.



(Escrito en noviembre de 2012...)

martes, 26 de enero de 2016

Sueños desoladores



Le he visto un gesto molesto. Ha tomado un mechón de sus cabellos y lo ha puesto detrás de su oreja. Lo hizo con cierta violencia, tal vez desapercibida para el resto de las personas en la sala, pero muy gráfica para mi visual. He reconocido el gesto nomás alzó su mano, que posaba plácidamente sobre el mantel cargado de dibujos de rosas variopintas. Tal vez mi sorpresa se debió al mucho tiempo que pasó de verle un gesto semejante. Años, muchos años ya.

Tras acomodarse el mechón volvió a tomar temblorosamente la hoja de papel, la cual se movía vivazmente un poco por su edad y más aún por la noticia que transmitía a todo su sistema nervioso. Leyó con prisa, como quien necesita el final antes del principio. Tras llegar al punto final repasó las rúbricas, los sellos, y dio un par de vueltas al papel.

—No creo que sea cierto —dijo con mucha tensión. Es ilógico. No conocí jamás a ese señor. Ni siquiera sé quién es, ni conozco a su familia. Nada. No entiendo… ¿podrías explicarme?

Tomé aire, organicé los pensamientos en mi mente de manera lineal, y comencé a hablarle pausadamente, explicando cada detalle de la misiva. Ella me observaba con fijación. Parecía un animalillo asustado y con profundo deseo de huir. Pero no interrumpió. Dejó que explicara todo con lujo de detalles. Finalmente, cuando callé, carraspeó nerviosamente, sorbió un poco de té, y miró hacia el ventanal de la sala.

—Aun así, por más claro que lo veas y expliques, no lo conozco. —sentenció.

Y su sentencia tenía cierta lógica. Heredar una mansión con noventa y cinco salones no es algo común y más si no tienes idea del benefactor, del ser humano que dejó testamentado que eres el objeto depositario de una suerte casi única y muy envidiada. Sin embargo, y más allá de ella no reconocer quién era aquel benefactor, él sí la reconocía, y lo hizo siempre con profundo cariño y amor. Pero el límite existía, y ante eso yo ni nadie podía hacer absolutamente nada. Debía mantener mis labios sellados.

Terminamos de tomar el té y dejamos el salón. Afuera caía una leve garúa otoñal. Una borrasca se mantenía acechante sobre los edificios de la ciudad, empalideciéndolo todo. Caminábamos despacio. No nos mirábamos. Supongo que en su interior había un diálogo tumultuoso y cargado de preguntas, las cuales yo no quería ni siquiera imaginar.

—Deberías firmar y aceptar el testamento —dije interrumpiendo frenéticamente el silencio impuesto entre ambos. Deberías hacerlo… después de todo imagínate lo que allí podrías hacer… desde montar distintas salas de arte hasta hermosas exposiciones de pinturas. Conoces a muchas personas en la ciudad que estarían encantadísimas de exhibir su arte allí. Piénsalo…

Siguió caminando ensimismada y pensativa. Mis palabras parecían haber caído en saco roto. Nos detuvimos frente a una vidriera de ropa femenina. Observó con detenimiento vestidos, sombreros, chales de vivos colores y a la moda.

—Mira —dijo señalando un bonito vestido. ¿Te percatas de su delicadeza? La tiene y mucha. Quien lo diseñó seguramente lo hizo pensando en una mujer bella, rica y de finas curvas. Siempre que pones amor en algo que haces enfocas un objetivo. Eso te moviliza. Tú me hablas de una mansión enorme, gigante, un obsequio que dejaría boquiabierto a mediomundo, y cuando lo haces pones énfasis en esa majestuosidad y todo lo que podría yo hacer con ella… pero dentro de mí hay una voz susurrante que habla de un supuesto reino que no es mío, de una supuesta fortuna que no reconozco, de un supuesto parentesco que desconozco. Créeme que en todo este rato lo he pensado y siendo sincera he de decirte que todo esto parece un sueño, un gran sueño desolador…
¿Acaso crees que quien diseñó el vestido se sentiría feliz que una mujer diametralmente distinta lo luzca? No. Seguramente eso lo pondría infelizmente triste…

—Mereces ese obsequio. Nadie mejor que tú para disfrutarlo y hacerlo brillar… —acoté.

Continuó un breve momento observando el vestido. Lo hacía sin inquietud, totalmente ausente a la acción. La tomé por los hombros y mirándola a los ojos sonreí con cierta tibieza, intentando así bajar sus murallas. No lo conseguí. Bajó su mirada, posó su cabeza en mi hombro y así se quedó cual animal indefenso.

La borrasca se precipitó con fuerza. La lluvia caía a raudales y el viento soplaba por momentos con atroz intensidad. Nos guarecimos en la entrada de un edificio. Junto a nosotros había otros que también fueron sorprendidos por la inclemencia del tiempo. Permanecimos allí un largo rato, ambos en silencio, observando cómo la naturaleza descargaba su ira en contra de todo lo que se hallaba a su paso. Cuando mermó la intensidad decidimos volver a nuestros respectivos hogares. Un tímido apretón de manos fue nuestro último contacto.

Después de aquel día no volví a verla. El testamento perdió su validez y la mansión pasó a manos del Estado. No había ningún pariente vivo del difunto. Sólo ella. Realicé todos los trámites necesarios para que el uso que se le diera a tal palacio fuera pura y exclusivamente artístico. El gobierno de la ciudad lo aprobó y destinó muchas actividades de distintas artes en cada uno de sus salones. A diario, tras salir de mi oficina, pasaba por el frente de sus jardines y contemplaba con entusiasmo la majestuosidad de aquella edificación. Por momentos pensaba si hubiera sido justo que semejante obra arquitectónica terminara en manos de una única persona, pero inmediatamente renegaba de esos pensamientos y enfocaba en el rostro de aquella mujer que lo rechazó con tanta vehemencia y testarudez. ¿Acaso la vida podía ser más injusta? Quien construyó aquella mansión lo hizo junto a ella, pero su enfermedad y la vida se encargaron que lo olvidara. Ahora para ella semejante monstruo no representaba nada. Sólo una carga que no podía aceptar. Otros entonces lo disfrutaban: expresaban su arte y lograban con ello que el lugar resplandeciese.

Tal vez, ¿por qué no?, ese fuera el verdadero final que debía tener todo. Al igual que el vestido, quien diseñó aquella mansión tuvo un objetivo y no era una única alma, sino miles de ellas…



martes, 22 de diciembre de 2015

Luz difusa



Entre la luz difusa que se produce al atardecer entre la tierra y el horizonte parece haber segundos de tiempo dormidos, completamente extasiados, resistiéndose a desaparecer o a continuar con esa incansable rutina de avanzar linealmente hacia el infinito. En esa luz las miradas suelen perderse. Son atrapadas de un modo casi magnético, y así, los ojos se posan en un horizonte más etéreo que físico y la mente divaga, se compenetra con la nada misma y los pensamientos lo inundan todo permitiendo al individuo hipnotizado y extasiado bucear a lo largo del tiempo: pasado, presente y un hipotético futuro.

El viento del desierto corre sibilante, ajeno a todo. El hombre que contempla el horizonte lo hace en paz, sentado en una terraza de adobe y piedra, en completa soledad. Pocas personas se hospedan en el albergue. Es una temporada baja para el turismo, sin embargo, siempre hay quienes gustan de aislarse y tomar contacto consigo mismo. Desde que llegó ha pasado cada atardecer contemplando la puesta de sol. Se dirige en silencio desde su cuarto a la terraza y allí, compenetrado profundamente con la armonía cielo-tierra, se queda en trance sin importarle nada.

Fue entonces que la mujer de rasgos delicados y figura esbelta lo vio por primera vez en su vida. Ella viajaba desde Inglaterra a Sudáfrica, y en su itinerario decidió también asistir a la comunión del silencio que producen los atardeceres en aquel lugar del mundo.

Se vieron cómo se ven los que se ignoran. Se miraron sin mirarse. Estuvieron por vez primera más juntos que nunca, a pocos centímetros un cuerpo del otro, sin siquiera percibirse. A lo lejos, cuando la tierra ahora tibia comenzaba a engullir el sol, los pensamientos de ambos danzaban armónicamente y en completo silencio. Ambos estaban tan absortos, tan idos, que hasta el mismo silbar del viento era ignorado.

Fue él quien la miró al rato y observó sus facciones suaves y atractivas. Notó en la piel de esa extraña mujer el paso generoso del tiempo, de la vida misma. Tan joven, tan bella y a la vez tan extraña. Sin embargo, no dijo una palabra. Sólo se limitó a observarla, con insistencia, de soslayo, con esa timidez que se apodera tanto de hombres y mujeres al momento de la conquista.

Pero ella no percibía la mirada del hombre. Sus pensamientos se remontaban más allá de la puesta del sol, tal vez a escenas del pasado, a momentos olvidados que ahora le parecían muy vívidos. Pero también fue ella quien repentinamente le lanzó una mirada sin tiempo, profunda y rápida, dándose cuenta que él la observaba. Sus labios se cargaron de timidez, pero eso no bloqueó una débil mueca de sonrisa. Eran dos extraños en medio de un desierto en el cual muy pocas almas lo habitaban. Él receptó la mirada y sintió el impulso irrefrenable de hablarle, de saludarla, de presentarse o tal vez de gritar. Sin embargo, y a pesar de todo, de los impulsos también está cincelado el humano y tras un breve saludo la vida de ambos cambió para siempre.

“Tal vez” –dijo él años después- “si hubiese evitado el saludo, si no hubiese sonreído, si mi campo de percepción visual hubiera seguido enfocándose en el horizonte mi vida hubiera seguido otros derroteros, otros caminos. Sin embargo, bastó un simple y escueto saludo para que nuestras vidas bifurcaran…”

Las guerras, las hecatombes, los desastres naturales, las revoluciones, todo tiene un inicio en alguna parte, y sucede cuando uno menos lo imagina. Así, entre el lejano horizonte y la pequeña sonrisa a flor de labios se creó una burbuja, atemporal, donde la vida de la mujer desconocida y la de él confluyeron para iniciar un camino juntos.

Al anochecer de ese día la terraza estaba vacía. El viento proveniente del mar soplaba fresco y con más fuerza. Dentro de las habitaciones de paredes de adobe las lumbres oscilaban temblorosas, movilizándose por corrientes de aire que brotaban de cualquier hendija. La noche caía implacable sobre el desierto. Las estrellas se mantenían altivas y titilantes, irradiando sus destellos sobre la superficie ahora fría y dormida de la tierra. En una de las habitaciones un hombre y una mujer hacía horas acababan de pactar su futuro, sin siquiera darse cuenta. Fue el destino el único fisgón atrevido que se encargó de echar los dados y tensar ese delgado hilo rojo del que tantas religiones antiguas hablan. Allí, en medio de la nada misma, entre el calor tibio de los cuerpos en poses amatorias, se estaban escribiendo nuevos recuerdos, fugaces añoranzas, y tal vez, por qué no, tristes olvidos.



© Miguel Luis Aguilera

martes, 15 de diciembre de 2015

Plomo


Lo escribimos en una servilleta. Primero ella, después yo. Afuera llovía. Diluviaba. Sin embargo, poco importaba… casi nada… nada. La servilleta era quien tenía el foco de atención. Una vulgar y simple servilleta de papel, ordinaria, descartable. “¿Sin rencores?”, me preguntó. “Sin rencores”, respondí. Así debía ser.

Escribió con dificultad. Un poco por el nerviosismo, otro poco por secarse las lágrimas y también porque la servilleta dificultaba el trazo de la lapicera. Escribió… y escribió. Finalmente indicó el punto final con gran presión, como si después de ese punto estuviera un abismo inconmensurable.

“Tu turno”, me dijo.

Tomé la servilleta de papel y sin leer lo escrito por ella comencé a escribir. Al principio tuve demasiados impulsos, pero los frené a tiempo. No debía. Eso mismo me dije. No. Así no. Prolijamente: “Sé que no es fácil…” comencé escribiendo, y luego, entre titubeos y nerviosismo, comencé a explayarme tanto como la vasta llanura de papel me dejó hacerlo. Al terminar también puse un punto, final.

Doblé la servilleta con mucho esmero. Debía quedar así, como un pequeño cofre custodiando un gran tesoro. Abrimos juntos la diminuta caja de madera y ambos, tomando una punta de cada lado de la servilleta doblada, lo colocamos dentro. Luego la cerramos y nos quedamos mirándonos, en silencio.

“Que así sea”, dijo ella.

Asentí con mi cabeza.

“Nos falta nuestra firma… y la fecha”, dijo casi sollozando ella.

Sí, faltaba eso. Firmamos sólo con nuestros nombres y luego yo añadí la fecha… ¿acaso importaba?

Entonces nos levantamos, nos saludamos con un beso tibio en las mejillas, y cada uno tomó su rumbo, el itinerario que debía seguir en su vida.

La caja de madera quedó en mi mano. Me aferré a ella como si se tratase de un tesoro invaluable. “Eres mía”, dije en susurros. Sin embargo, habíamos hecho una promesa. Habíamos prometido nunca abrir la caja, a menos que la vida volviera a juntarnos. Sabiéndolo sentía el enorme peso de la diminuta caja en mis manos. Pesaba como miles de toneladas de plomo, por más que ella fuera tan diminuta. Dentro estaba mi deseo, y también el suyo, y aún hoy no sé si se ha cumplido.




miércoles, 2 de diciembre de 2015

Modos de mirar





Debe ser impensado para la señorita Estévez recorrer su camino diario al trabajo sin observar todo lo que acontece a su alrededor. Y digo impensado porque estoy casi seguro que lo es. Jamás tuvimos una palabra, jamás nos presentaron, sé su apellido por la credencial que lleva a diario en su chaqueta, y que sube en el mismo colectivo que nos conduce a ambos a nuestras oficinas, asientos de por medio, minutos de vidas desincronizadamente distantes.

Lo observa todo.  Es como un águila al acecho, incapaz de ir contra lo que dicta su propia naturaleza. Si lo observa es porque lo ve, porque lo presiente y siente curiosidad. Entonces yo también observo, y uno que otro pasajero lo suele hacer. El detalle más mínimo cae bajo esa observación implacable de la señorita Estévez. Y todo sucede en el colectivo, cuando va completamente atestado de personas somnolientas que irremediablemente asisten a sus trabajos.

Supongo que es como un festín para sus ojos que aplica inmediatamente tras el pedido urgente de su curiosidad. Por momentos lo he pensado así. Debe haber cierta ansiedad cargada de regocijo en ese acto de escudriñarlo todo. Siempre ubicada en uno de los asientos traseros, sin necesidad de mover mucho su cabeza, se mantiene altiva y alerta. Creo que nadie se ha dado cuenta de su “jueguito” pasajero. Salvo yo, claro. Tampoco sé si se ha percatado que yo la he desenmascarado. En mi creencia diría que no, que ignora que yo soy quien la observa usando su propia técnica. Y eso se siente extraño. Quien observa es observado. Quien pasa desapercibido es percibido por otro. Parece algo cíclico que es ignorado por uno y sabido por otro. Tal vez alguna ley, no lo sé…

Esta mañana ha subido al colectivo y se ha sentado a mi lado. Esa acción me ha puesto muy nervioso, pues me ha sido difícil observarla. Cuando lo hice creo haber percibido que quien era observado era yo. Sentí nervios en esos momentos. La trampa perfecta. Ella, totalmente erguida, se mantenía con la mirada hacia adelante, tal vez observando la nada, o algún que otro pasajero distraído. Sin embargo, me he sentido su conejillo de Indias. Estuve en su foco perimetral por demasiado tiempo. Y es ahí, cuando caigo en ese fino cálculo, donde me he sentido vulnerabilizado.

Después de unas cuantas paradas realizadas por el colectivo he volteado y mirado directamente a los ojos, pero ella no se inmutó. Permaneció rígida, siempre con su mirada al frente, ambas manos apoyadas sobre su cartera y esta sobre su falda. Una estatua de cera tenía seguramente mucha más gracia. Rápidamente he vuelto a mirar al frente. El sudor se apoderaba por completo de mi piel y los nervios caldeaban mi interior. Imposible no sentirse vulnerable a su lado. De ella siempre ha venido ese oleaje de percepción como cual agujero negro es capaz de engullir una estrella enana.

Al llegar a la parada de nuestros respectivos trabajos ha colgado su cartera del hombro, tomado el manillar y dispuesto a bajar. Primero me he levantado yo y caminado por el pasillo, en espera que otros pasajeros descendieran. Y ha sido en ese ínterin que he sentido su mirada en mi nuca, tal vez con una mueca de sonrisa en sus labios, analizando mi cabellera con ánimo de tomar por completo los pensamientos de mi mente. El mundo ha parecido detenerse, volverse completamente sordo e inaudito. Todo ha girado como en una cámara lenta, con extremada lentitud. He bajado los escalones, caminado un par de pasos por la vereda hasta detenerme y luego he volteado para observarla. La vi alejarse con su clásico caminar cansino, cartera colgada, pelo al viento, y me ha parecido ver una estela de satisfacción salir de su rostro. Admito que la he visto bella, con esa belleza tan intrigante como lo es ella por completo. Y he retomado mi camino al trabajo abatido, sintiéndome una presa más de su mirada, de su percepción sensorial.

Tras llegar a la oficina me he sentado al escritorio y observado los edificios, el cielo, la inmensa cantidad de luz que penetra por los amplios ventanales. Pensé en el mar, en las olas, en las cosas finitas e infinitas. En cómo el oleaje suele arrastrar cosas extrañas y dejarlas sobre la playa con la marea. La señorita Estévez es así de extraña. Tal vez un oleaje incompresible la arrime a diario a la playa habitada por muchas personas, pero luego ese mismo mar se encarga de tomarla y llevársela consigo. Y es ahí, en ese mecanismo invisible que pasa inadvertido, en donde sé que jamás reparará completamente en mí. Sólo soy un diminuto y pálido náufrago, en una isla desierta, con una playa demasiada acotada que espera su visita y sufre al momento que la rapta nuevamente el mar y se la lleva consigo.



© Miguel Luis Aguilera




miércoles, 25 de noviembre de 2015

La trampa



Siempre he sido una mujer que sabe cuándo mirar y cuándo no. Me jacto de ello para mis adentros. Es una victoria silenciosa que tiene su premiación positiva: evita problemas y permite expresar emociones. No es algo con lo que he nacido. Consideré siempre que no es así. Yo diría que es algo que he logrado pulir con el tiempo, clavijas que he logrado tocar minuciosamente hasta encontrarle el punto óptimo.

Siendo niña solía bajar la mirada ante los retos de mis padres. Era algo innato. La voz alzada, el volumen in crescendo, y la furia en los ojos de mi padre, por ejemplo, hacía que todo mi ser comprendiera que la mirada encerraba la comprensión de la situación vivida. Lo mismo sucedía con mi madre. Pero con ella era todo al revés. Sus ojos transmitían sosiego y vida, y en los modos de sus miradas iban añadidos puñados de sentimientos y sensaciones. Mi madre era expresividad pura, sin contención, liberada a los impulsos y a las sensaciones en extremo. Así sentía yo su proximidad, y así también la reconocía por sus miradas.

Un mediodía de invierno pasé por casa de mis padres. Sin planificarlo me invitaron a cenar y acepté gustosa. Las cenas en el seno familiar siempre tuvieron un halo brumoso de seriedad. Mi padre lo imponía con sus gestos y movimientos, y mi madre lo secundaba con la disposición de la cubertería, la vajilla, e inclusive el tipo y color de los manteles. Reconozco que no era feliz en las comidas familiares. El clima se volvía tenso, demasiado silencioso y asfixiante. Mi padre parecía decirlo todo con sus ojos, desde pedir algún utensilio hasta increparte para que te calles. Eran momentos con tonos dictatoriales en donde todos debíamos ser sumisos a sus deseos y conclusiones. Sin embargo, aquella noche, mientras veía cómo cortaba parsimoniosamente el asado de carne vacuna, tuve el arrebato, profundo y espontáneo, de preguntarle por sus sentimientos hacia mi persona. Necesitaba que de sus labios expresara lo que sentía por mí, su hija primogénita. No sé por qué lo hice, pero tampoco me cuestioné demasiado por ello. Durante los segundos que duró aquella pregunta salir de mis labios el mundo pareció enrarecerse de una manera inaudita, con extrema lentitud, visualizando todos los que estábamos a la mesa un único objetivo: la gesticulación facial de mi padre.

Creo que lo primero que observé fueron sus labios. En ellos había siempre un rictus desangelado que lo convertía muchas veces en un hombre demasiado gris. Era fácil interpretar sus estados de ánimo, tal vez demasiado para mí gusto. Tras preguntar no emitió respuesta inmediata. Sus ojos siguieron posados sobre el plato. Sus pensamientos parecían pasar por delante de sus ojos ¿Acaso tanto debía pensar aquella respuesta? ¿Tan difícil es decir cuán importante es un hijo para un padre? Finalmente posó ambos cubiertos, levantó la mirada y me observó con detenimiento. Fue un momento extraño: sentía una sensación entremezclada de algo trágico que podía suceder y todo lo contrario. Mi madre se mantenía inmóvil, sin siquiera echar bocado. El resto de la familia permanecía en silencio, todos expectantes ante una respuesta que para mi gusto se hacía esperar demasiado.

Eres mi hija primogénita, y por ende la que me enseñó de algún modo a ser padre…

Ese fue el inicio de aquella respuesta. Luego le siguieron entrecortadamente algunos adjetivos más, y un par de verbos que no tenían mucho sentido al relacionarlos entre sí. Noté la incomodidad familiar. Inclusive los esposos de mis hermanas notaron la tirantez de la situación. Mi madre rompió la tensión convidando ensalada a una de mis hermanas, y los niños gritaron solicitando más también. Poco a poco el murmullo en la mesa comenzó a subir de volumen, mi padre siguió echándose bocados y yo sentí caerme de espaldas a un abismo, y mientras lo hacía los sonidos y las imágenes de todos se iban desvaneciendo con lentitud, como si se tratase de un vago sueño que va abandonándose previo al despertar.

Finalizada la cena llegaron los postres, la charla de sobremesa, el lavar los platos, fumar cigarrillos, el correr de los niños, el habano humeante en la mano de mi padre. La normalidad tiene ese toque profundo y único, sin sutilezas, que se apodera instantáneamente de momentos y personas. Había llegado sin presentarse –como siempre-, e instalado en el seno familiar, haciendo que la pregunta hecha a mi padre fuera hasta casi risueña.

Supe por entonces que no debía tomar en serio aquellas palabras emitidas por mi padre. Las había pronunciado de un modo incómodo, en un momento incómodo e inesperadamente. Mi trampa había funcionado en cierto modo, pero no me gustaba lo que había obtenido con ella. Mi abuelo era quien siempre señalaba que una pregunta inesperada responde también inesperadamente con los gestos primero y luego con la lengua. Mi padre había sido presa y había caído en esa trampa cumpliendo a rajatabla lo enseñado por el abuelo. No había nada importante entonces para atesorar. Lo que yo pensaba y sentía sobre el sentimiento que me unía a mi padre era suficiente… ¿para qué más?

Tras un rato tomé mi abrigo, saludé a cada uno de la familia y me despedí hasta una próxima reunión. Todos sonrieron y desearon éxitos y suerte para mi vida. Supongo que es lo clásico que se hace y dice en ocasiones así. Tras pasar el umbral de la puerta de calle mi padre pronunció secamente mi nombre. Y fue instantáneo: tras escuchar el tono de su voz supe que la respuesta estaba allí, atragantada entre su mente y amígdalas. Volteé y lo miré a los ojos. Nos contemplamos un instante. Vi cómo sus ojos se llenaban rápidamente de lágrimas y también cómo acercaba su enorme esqueleto hacia mi persona. Depositó un cálido beso en mi frente y con sus dedos regordetes y ásperos recorrió con lentitud la superficie de mis mejillas. Delante de mí tenía a un oso gigantesco, erguido, con tez un tanto iracunda pero un brillo inusual en sus ojos. Eso lo delataba. Había allí un pequeño atisbo, una diminuta puerta a un interior tal vez inexplorado.

Te amo más que a mi propia vida, hija…

Y escuché sus palabras, y vi sus ojos, y también contemplé que sus manos regordetas no tenían garras, ni tampoco él era un oso. Su hosquedad había quedado desnuda, al descubierto, completamente a la intemperie, y en un punto sentí compasión por él y aquel enorme esfuerzo por decir lo que su corazón sentía pero su carácter y mente le impedían.

Devolví su beso con afecto. Era mi padre, quien me crió, quien estuvo a mi lado en momentos difíciles y quien junto a mi madre siempre velaron por mí. Nos mantuvimos abrazados por un instante que pareció eterno. Logré ver a corta distancia la punta de los zapatos de mi madre tras el marco de la puerta. Esbocé para mis adentros una sonrisa pícara, en cierto punto cómplice, al sentir que mi madre también había sido partícipe de aquella escena. Tras retirarme del abrazo del oso me despedí finalmente.

Caminé con lentitud por aquella acera que comenzaba a alejarme de la casa. Me sentía extraña, muy extraña. Arriba una luna gigantesca, ventanas de edificios iluminadas, una bruma perceptible cayendo sobre la ciudad: el frío en una de sus manifestaciones invernales. Fue tal vez el invierno más increíble de mi vida. Por vez primera había arremetido contra la figura gigantesca de mi padre, intentando ahondar más allá de sus murallas e internándome en esa cofradía de sentimientos ocultos tras una verdadera fortaleza. Lo había logrado. Tuve en mi frente un beso cargado de amor, del verdadero, de esos que al recordar se siente nuevamente, como si recién los labios se hubieran posado y la tibieza permaneciera allí, latente, cargada de vida. Todavía hoy lo siento al recordarlo, y cuando lo hago no siento culpa por aquella trampa.